Voy a contaros una historia. La
historia de por qué vivo escondida en un pueblo donde la diosa de todos los
mortales perdió la chancla.
Me llamo Ava, y soy hija de unas
personas… un poco especiales. Pero eso nadie lo sabe, claro, o al menos ningún habitante
de nuestro pueblo, y precisamente por eso, vivimos aquí. Entre los grandes
hechiceros que se juntaban de vez en cuando, mi padre era uno de los mejores.
Cuando era joven, hubo una época en que fue de aventuras, conociendo mundo y
peleando contra las fuerzas oscuras de la magia, y fue entonces cuando conoció a
mi madre. Era curandera, y según ella misma cuenta, salvó a mi padre de morir
por una fea herida provocada por un hechizo mal ejecutado en medio de una pelea,
de la que aún hoy tiene una cicatriz. De vez en cuando, me cuentan historias de
las cosas que vivían juntos cuando eran jóvenes. Sin embargo, eso no duró para
siempre.
En uno de esos viajes se
encontraron con un hombre llamado Rhogo. En un principio, este hombre, fue una
buena persona. Se unió a ellos en sus viajes y todo iba bien hasta que, de
pronto, su actitud se volvió extraña. Al parecer, todo empezó con una sensación
incómoda. Mis padres percibían algo raro en él, pero decidieron no darle
importancia. Con el tiempo, Rhogo se volvió más huraño, más callado y retraído.
Cuando mis padres le preguntaban, él respondía de forma evasiva, cambiando de
tema. Sin embargo, seguía teniendo una buena amistad con ellos.
Entonces, un día, mientras
pasaban por una aldea, dijo que le habían hablado de un lugar en el que
habitaba un monstruo que aterrorizaba a los habitantes, y que había hecho
desaparecer a varias personas. Sin embargo, la gente del pueblo vivía
extrañamente tranquila, sin un atisbo de miedo o preocupación en sus caras.
Decidieron investigar e ir en busca del supuesto monstruo. Cuál fue su
sorpresa, que, al llegar allí, vieron que en una cueva había restos de magia
demoníaca. No era un monstruo lo que allí había, sino un demonio. Y ese
demonio, no era otro que Rhogo.
Una fría sonrisa se dibujó en el rostro
de ese hombre al que durante mucho tiempo habían llamado amigo. La aldea que
habían visitado, no era más que una visión, un espejismo que se había
desvanecido. Estaban en medio de la nada, ante un demonio que se abalanzaba
sobre ellos. En un rápido movimiento, atrapó a mi madre y susurró las
siguientes palabras:
<<No vivirás
para proteger la vida que llevas dentro.>>
Tras una agotadora lucha contra
él, mi padre consiguió encadenarlo y encerrarlo en otra dimensión. Mi padre se
aseguró de que no pudiera volver antes de huir lejos de allí. Pero, ah, más
sabe el diablo por viejo que por diablo. Y Rhogo era muy, muy viejo.
Desde entonces, mi padre no
volvió a usar la magia, más que para ocultar su apariencia élfica y la de mi
madre para siempre. Cuando yo nací, hizo lo mismo conmigo. Aparentemente, soy
una humana normal. Al igual que mi padre, tengo algo de magia, sin embargo,
tengo terminantemente prohibido usarla. No hemos tenido noticias de Rhogo ni de
ninguna criatura sobrenatural, a excepción de los hechiceros que visita mi
padre en secreto para obtener noticias. Es más, casi ninguna de estas criaturas
pasa por el pueblo, ya que los aldeanos tienen un miedo y un odio irracional
hacia todos ellos, incluyendo a los elfos. Es el escondite perfecto.
Sin embargo, sé que en algún
momento ese demonio va a volver. No sabemos cuánto tardará en buscarnos, o si
ya lo está haciendo. Lo que sí es seguro, es que yo corro peligro.